Pan y vino en memoria de Jesús
Jose Arregi.
Déjame que te
hable de la misa. No, déjame que te hable de algo más simple, de la simple
comida. Y déjame decirte que cada vez que comes y bebes, comulgas con el otro,
con la Tierra, con todo el Universo. Y que cada bocado que masticas y cada gota
que sorbes es un gesto sagrado: comulgas con el Todo o el Ser o la Vida.
Comulgas con la gran Comunión o el Misterio de Dios. Vivir es convivir. Ser es
interser.
Eso es cada
comida, y la misa no es otra cosa. La misa no es nada más, porque no puede
haber nada más grande que una simple comida. Lo simple es lo pleno. Lo
ordinario y natural es lo más sagrado. Cada vez que comes, hazlo con profunda
gratitud y veneración a lo que comes, y compasión por los que no pueden comer.
Así comía Jesús
de Nazaret. Su religión es la religión de la comida, aunque la verdad es que él
no fundó ninguna religión, e incluso rompió con su propia religión en todo
aquello que impedía comer a todos con todos, que imponía ayunos, declaraba
impuros algunos alimentos y prohibía compartir la mesa con los llamados
pecadores, que casi siempre eran los pobres. Alguien ha escrito no sin razón
que a Jesús le mataron por su modo de comer; es que al comer anulaba las
fronteras entre los santos y los pecadores, lo puro y lo impuro, lo sagrado y
lo profano. Algo intolerable. Los dirigentes religiosos y la gente de bien le
llamó “comilón y borracho, amigo de pecadores”.
Jesús soñaba y anunciaba otro mundo necesario y posible, y lo
llamaba “reino de Dios”. Y, para explicar cómo iba a ser ese otro mundo en este
mundo, no se le ocurrió cosa mejor que organizar una alegre comida en el campo:
cada uno llevó y compartió lo poco que tenía y todos se saciaron y aun sobró
mucho.
Él pensaba que el
“reino de Dios” o el mundo nuevo en este mundo –una gran mesa con abundante pan
y sin ningún excluido– era algo inminente. Pero las autoridades religiosas y
políticas no estaban por la labor, y el proyecto de Jesús fracasó. Pero Jesús
no dejó de esperar contra toda esperanza. Y al presentir lo peor, siguió
soñando en lo mejor y organizó con sus amigas y amigos más cercanos una cena de
despedida y esperanza, y al partir el pan y pasarles el vino les dijo:
“Recordadme en el pan y el vino. Y cada vez que comáis y bebáis juntos,
reavivad la esperanza del mundo nuevo, y construid el mundo que esperáis. Cada
vez que lo hagáis, yo resucitaré, vosotros os transfiguraréis y el mundo se
transformará en Comunión”.
Así hicieron sus
seguidores después de que el maestro fuera crucificado como un malhechor. El
primer día de la semana, que luego se llamó domingo o “día del Señor”, se
reunían en las casas, oraban juntos, recordaban el mensaje de Jesús, comían
pan, bebían vino, resucitaba la Vida. Y a eso llamaban “cena del Señor” o “fracción
del pan”. Todo era muy simple, y no hacía falta sacerdote ni consagración.
Siglos después,
todo se fue complicando. La casa se convirtió en templo, la comida en
“sacrificio”, la mesa en altar, la gracia en obligación. E instituyeron
sacerdotes para presidir y hacer la consagración del pan y del vino, como si
éstos no fueran sagrados de por sí. Y lo llamaron “misa”, pero esto no estuvo
mal, pues “misa” significa misión. “Ite missa est”, se decía al final: “Id en
paz. Es la hora de la misión”.
Es hora de que
volvamos a lo más sencillo y pleno, más allá de cánones y rúbricas y
presidencias sacerdotales que nada tienen que ver con Jesús. Basta que nos
reunamos dos o más en una casa cualquiera o en cualquier ermita libre, para
recordar a Jesús, compartir la palabra, tomar pan y vino, resucitar la
esperanza, mientras los pájaros cantan. Si te sientes triste, Jesús te
consuela. Si te sientes alegre, Jesús es tu alegre comensal. Y no importa que
el pan sea de trigo, de maíz o de centeno, ni si el vino es de uva, de cebada o
de arroz. Lo que importa es que sea fruto de la tierra y del trabajo,
sacramento de la vida y del mundo nuevo. Ésa es la misa verdadera, la verdadera
misión.